El éxito de Alamesa, el primer restaurante inclusivo del país: «Es un lugar de pertenencia donde se diluyen los estigmas»

Hay una frase de Nelson Mandela que se escucha en Alamesa, el primer restaurante inclusivo de Argentina atendido en su mayor parte por empleados neurodivergentes. «Siempre parece imposible hasta que se hace». Un textual que tomó prestado el médico infectólogo Fernando Polack, para reflejar el esfuerzo de montar su gesta gastronómica que empezó como una utopía y hoy es milagro hecho realidad. «Es la lección que está detrás de un proyecto que se convirtió en realidad», dice con orgullo su hacedor.

Sobre la calle Maure, en Las Cañitas, Alamesa va más allá de lo convencional: funciona de miércoles a domingo, cierra a las tres de la tarde, tiene el triple de empleados de lo habitual, que trabajan un día y descansan al siguiente. Hay dos psicólogas para preservar la integridad emocional. En la cocina no se utilizan fuego, cuchillos ni balanzas. En las mesas hay manteles con números, letras y colores que coinciden con los carritos que traen el servicio, metodología que descarta posibles dificultades. El 90% de los que trabajan son neurodiversos.

¿Es redituable un local gastronómico que abre cinco veces por semana, tres horas por día? «Hay una filosofía de un emprendimiento de esta naturaleza que no hay que perder de vista. Alamesa no debe perder plata ni generar pérdidas, porque no podría persistir en el tiempo si el emprendedor se fundiera. Pero la recompensa no es económica sino emocional, ya que se busca una vida mejor para tu hijo, mi hija, los amigos de tus hijos. Si yo me compro un Mercedes Benz, no lo hago porque necesito un auto, sino por lo que me va a devolver. En ese sentido, Alamesa es un Mercedes Benz«, comparte su dueño.

Los 37 jóvenes que forman parte del staff están desde el primer día, cuando abrió sus puertas allá por marzo de 2024. Esos 37 participan en cada aspecto del servicio: desde la cocina hasta la atención al cliente. Hay otras diez personas neurotípicas que se dedican a la organización de un local que recibe una amplia variedad de clientela, que sabe y tiene en claro de qué va el lugar. No hay indulgencia ni conmiseración en el comensal que asiste no sólo por la buena cocina, sino para ser testigo de un milagro por el que se emociona y siente orgullo.

«Acá en la cocina todos pueden hacer de todo, no es que ponen la cara y nada más», afirma Francisco Olivieri, supervisor de cocina.

Mediodía de un jueves, el movimiento dentro del local es intenso debido a que hay un 80% de mesas ocupadas. Un cronista de Clarín está en una mesa contemplando la actividad de los chicos que tienen muy en claro qué hacer. «Tienen una labor, un horario y un sueldo en blanco acorde al mercado. Es importante que ellos entiendan que esto es un trabajo y eso los hace importantes, porque todos los que trabajan aquí, que tienen un promedio de 27 años, están viviendo la experiencia de su primer trabajo en serio», afirma Sebastián Wainstein, el responsable máximo del día.

Sol es una camarera diligente que, primero, se presenta con ternura y luego explica cómo se puede ver el menú en un QR y, de paso, desasna al cronista utilizando su celular. De memoria repasa tres o cuatro platos y repite con énfasis que «no hay que irse de Alamesa sin probar el sandwich de pastrami, que se deshace en la boca, y que viene acompañado con papas rústicas». Se produce un ida y vuelta y Sol cuenta que está contenta «porque en este trabajo me siento importante. Cuando me distraigo me dicen que preste atención, porque soy importante. Me hacen sentir bien».

Los manteles de Alamesa tienen letras y colores para ayudar al personal a ser más eficiente. Foto: Fernando de la Orden

En otro sector del salón, que tiene un área de descanso para quien lo necesite, Mateo pasa un trapo a una mesa y se entusiasma cuando Clarín le consulta sobre cómo va atravesando su experiencia. «Yo busqué varias veces trabajo y me decían ‘Te vamos a llamar’, pero eso no pasaba’. Un día, pasando por acá, entré y me encantó. Avisé que quería trabajar y me llamaron. A veces hay mucho trabajo, como ahora, y me canso, pero me gusta venir acá. Es mi primer trabajo como el de casi todos. Ojalá que dure para siempre«, desliza con el seño fruncido.

No es un dato menor que, hasta aquí, tras 17 meses de funcionamiento, no hubiera rotación del personal en un rubro como la gastronomía acostumbrado a ese tipo de movimiento. «Es significativo, pero también entendible, porque Alamesa es mucho más que un restaurante, es un ecosistema social, un lugar de pertenencia y un espacio donde los estigmas con los que convivís en la vida se diluyen», reflexiona Polack.

«Alamesa es un negocio que no puede generar pérdidas económicas, pero no está pensado para ganar plata», dice su dueño Fernando Polack. Foto MAX

Julia es una de las 37 entusiastas que está desde el puntapié inicial. Es una más, aunque se trata de la hija de Polack, quien montó Alamesa, de alguna forma, pensando en el futuro de Julia. «El gran alivio es la posibilidad de que Julia tenga una vida en comunidad. La percepción de oscuridad y de tristeza que padece la sociedad de la discapacidad tiene más que ver con el aislamiento social que con la realidad de la dificultad física u orgánica de una persona».

Mientras Mateo, como buen anfitrión, describe el lugar y explica de qué se trata cada rincón, Valentín, un superior, también neurodivergente, lo observa con cara de pocos amigos y sigue de largo. Mateo no lo registra y continúa su speech sin mosquearse. Al ratito vuelve a pasar Valentín, que esta vez sí hace un alto. «No podemos estar tanto tiempo hablando, tenemos mucho trabajo», pone los puntos y Mateo reacciona y retoma su actividad sin el mínimo roce. Hay que decir que el restaurante está casi a tope.

«El lugar se transformó en un lugar de pertenencia, donde los estigmas quedan diluidos», sostiene el ahora emprendedor Fernando Polack. Foto: Fernando de la Orden

Una ventana transparente permite asomarse a la larga cocina con dos pasillos y un movimiento organizado pero sin cesar. Se pide permiso y Francisco Olivieri, el supervisor, acepta la invasión «pero un ratito». Tiene una remera impresa con la frase de Mandela: luego dirá que ese es el leitmotiv de Alamesa y que «dentro de la cocina pasan cosas mágicas».

Se acerca Nicolás, que tiene más ganas de conversar que de ordenar. «Yo me encargo de los porotos, sé empanar milanesas, salmón, trabajo de mozo en el salón, llevo los carros y me gustan los autos (sic)», dice con una sonrisa compradora. «Acá adentro de la cocina -retoma Olivieri- todos pueden hacer de todo, porque trabajamos sin riesgos y el horno, que sería nuestro máximo peligro aunque es eléctrico, es manejado siempre por la misma persona».

«Yo me encargo de que aun quien tenga mayores dificultades puede empanar una milanesa, condimentar un salmón o poner la mesa. Remarco que ellos hacen todo el proceso, no es que yo cocino y ellos ponen la cara, de ninguna manera».

El sándwich de pastrami (que se deshace en la boca) con papas, es una de las vedettes del menú.

El tránsito en la cocina nada tiene que envidiarle a la Av. 9 de Julio un día de semana a las seis de la tarde. Van y vienen, en un sentido y otro, pero prima la organización… y el bullicio. «Yo siempre estoy acá», se presenta Elías. «Soy el que emplata, me encargo de eso, de armar los platos antes de que lleguen a la mesa. Me gusta, soy muy estético». Todos están trabajando para terminar y poder irse a casa, menos Nicolás, que está colgado en la conversación. «Tenés que ir y dar una mano, Niquito, vamos, dale», le dice cariñoso el supervisor.

El plantel neurodivergente de Alamesa tiene el común denominador de estar viviendo experiencias que antes tenían vedadas. «Padecían soledad, destrato, indiferencia y esta propuesta está pensada desde ellos y para ellos, entonces se encuentran con amigos que no tenían, con roces sociales, con asperezas y están compartiendo su primera experiencia de trabajo porque casi que no tienen mercado laboral. Yo hace un poco más de un año que trabajo y lo que han crecido es increíble. El nivel de confianza que ganaron y cómo pudieron trabajar la tolerancia y el nivel de frustración es asombroso».

Casi todo el personal de Alamesa unido en un fraternal abrazo.

Salimos de la cocina y vemos a Carlitos abrazado a Rocío Gómez, la psicóloga. Un compañero pasa justo: «¡Otra vez, Cali!». Cariñoso, Cali -como lo llaman-, dice que es de tomarse unos minutos por turno en demostrar su amor. «Abrazador serial», lo llaman. Rocío devuelve el abrazo, pero expeditiva ella vuelve a su tarea y él también. «Es emocionante trabajar aquí y aprendí de los chicos cosas que jamás hubiera aprendido en la teoría ni en la práctica en la facultad. Ver cómo se desarrollan en la sociedad y en un ámbito laboral, además de estar presente en sus progresos no tiene precio».

Junto a Melina, la otra terapeuta, Rocío está atenta a mantener el bienestar emocional de los trabajadores. «Nos encargamos de que durante el servicio estén cómodos, contentos y que los estímulos que reciban no sean bruscos a fin de evitar cualquier situación de estrés que pudiera desencadenar un brote, algo que no sucede. Pero nosotras estamos para prevenir eventualidades e intervenir en caso de que fuera necesario. Tenemos un lugar que es el punto de encuentro de ellos, donde cuenten las cosas que van viviendo, hay sillones muy cómodos para descansar, juegos y allí ellos pueden descargar lo que sientan».

Sin ostentación, mesurado pero orgulloso por dentro, Polack no duda de que Alamesa «es como un remedio potente para gente en situación de dificultad. Te diría que es la expresión terapéutica más poderosa que vi en mi vida«.

AS

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