Todos los caminos llevan a Tucumán

¿Por qué elegir Tucumán para separarse de España, si había otros lugares más cómodos? Por varias razones: era un importante centro económico entre Buenos Aires y Perú; los españoles, que estaban ganando batallas en el Norte, querían recuperar el Sur y avanzaban desde el Alto Perú, donde Manuel Belgrano y Martín Miguel de Güemes operaban en bloque para frenar a los colonialistas que querían entrar a Salta.

Si los españoles lograban llegar a Tucumán, era el fin: avanzarían hacia Buenos Aires.

Hacer el Congreso en Tucumán era una demostración de fuerza, una manera de defender la “revolución” que los comerciantes habían iniciado en 1810 para no perder sus privilegios (entonces, pedían a gritos “no cortar lazos con España”), pero ahora habían cambiado de idea: “sí, alejémonos de España porque volvió Fernando VII al trono y quiere recuperar sus virreinatos americanos, como si seis años fueran nada”.

Esto no les gusta a los autoritarios

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Tucumán.

Sin embargo, había otra razón de mayor peso para convertir a Tucumán en el escenario del nuevo reclamo revolucionario: los diputados del interior eran mayoría y querían ponerle un límite al poder de Buenos Aires.

Si había que ponerse duros, lo serían. Al fin de cuentas, era Tucumán la argentinita más longeva: pasando por alto la primera malograda fundación de Buenos Aires, bajo el nombre de El Barco, Tucumán había sido la ciudad más antigua de la gobernación homónima, fundada en 1550 por Juan Núñez del Prado, aunque luego hubiere sido trasladada varias veces.

Todos los caminos llevan a Tucumán

En 1816, era muy difícil llegar a Tucumán y había que ser guapo para intentarlo.

Si no había apuro, se iba en carreta. Además de fabricar ponchos y mantas para tirar al techo, Tucumán lideraba entonces la producción y venta de maderas (faltaba muchísimo para la caña de azúcar y los limones). Santafesinos, porteños y salteños se las sacaban de las manos, porque en sus tierras había poco más que árboles de durazno.

En el tórrido territorio del Norte, donde en 1816 estaba a punto de anunciarse el fin del Virreinato del Río de la Plata y el comienzo de la independencia nacional, rebautizada Provincias “Unidas” en Sud América, lo que sobraba entonces eran el coraje y el quebracho. Fuertes y duros ambos para fabricar carretas angostas, las únicas con las que los valientes podían atravesar los espesos bosques de yungas color esmeralda que regalaba nuestro hermoso paisaje.

Tucumán. La selva verde yungas; sólo las carretas altas podían atravesar los pasos más estrechos.

Hasta las ruedas eran de madera; altísimas, para que los transportes vadearan ríos bajos y pantanos transitables.

Lo más importante era que los pasajeros ilustres no se mojaran sus polainas y sobre todo, no hubiera que pedirles que despejaran la caja y tuvieran que cruzar con “la pelota”, el segundo plan B.

Tucumán lideraba entonces la producción y venta de maderas -faltaba muchísimo para la caña de azúcar y los limones»

En Tucumán, donde el hierro no llegaría hasta 1850 –y en general era importado- “la pelota” era una embarcación que habían improvisado los aborígenes, para las emergencias.

Por “emergencia”, siga leyendo. Si algún viajero no sabía flotar (la mayoría), el baquiano que acompañaba el convoy, descendía de su caballo, enlazaba un toro en segundos, lo mataba delante de todos, lo despellejaba, cosía en minutos el cuero por las cuatro patas y lo rellenaba con paja.

Colocaba dentro de “la pelota” así formada la montura de su caballo y el pasajero viajaba en su sillita de oro, sentado y casi sin respirar –era muy fácil que se diera vuelta mientras el baquiano lo arrastraba hasta la otra orilla, sujetando todo el conjunto con una cuerda entre los dientes o directamente atándola a su propia cintura.

Tucumán, 1816.

Las carretas eran bastante cómodas, no se crea. Viajaban en convoys de unas 14 unidades, escoltadas por un capataz, unos 20 peones y unos cuantos ayudantes a caballo. Cada carro era una especie de camarote abovedado tirado por dos yuntas, con puerta, ventana y suficiente lugar para incluir un catre y una silla, todo rodeado de pilas de provisiones.

Desde luego, las lluvias, el sol y el viento iban cavando agujeros en el techo de las carretas, pero eso no impedía que a pesar del zarandeo, el pasajero durmiera, se sentara e incluso escribiera con esa letra cursiva tan delicada que distinguía a los ilustres.

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Avanzaban a un ritmo de seis leguas diarias (unos 27 km) y tardaban no menos de ochenta días en llegar, ya que se hacían varias paradas y desde luego nunca faltaban las demoras por imprevistos.

Entre Buenos Aires y Córdoba todo era monótono como si estuvieran atravesando el ancho océano. Los días podían sucederse con sus noches, sin que apareciera “rancho a la vista”.

En cambio a partir de Córdoba, al fin asomaban las almas de los seres vivos, cuando de trecho en trecho germinaban caseríos, estancias y alguna choza. Tenía sentido, entonces, el centenar de bueyes que sumisamente viajaban al Congreso con el semillero de independentistas, para asegurarles leña, pan, galletas, huevos y cuantiosas vasijas de barro repletas con agua, hasta que pudieran reponerla en alguna laguna o río a su paso.

Tucumán, una aventura extraordinaria

Aunque monótona, la travesía no estaba exenta de aventuras. Además de los huesos dispersos por todas partes –una mala señal- y de los perros cimarrones –que llegaron a ser una plaga, sobre todo en las afueras de Buenos Aires-, vacadas pastando por allá y rebaños sueltos por aquí bloqueando los pasos, salían pumas de todas partes que, dentro de todo, eran tímidos y fáciles de ahuyentar.

Los tigres, en cambio, siempre estaban al acecho. Cuando veían a alguien, saltaban sobre los caballos o las carretas y si las bestias fallaban el zarpazo, la emprendían furiosas contra el lomo del caballo para devorarlo en tres mordiscones.

Los únicos que daban órdenes en el desorden nacional eran el Cabildo –porteño- y la Junta de Observación; como mediador apareció en escena Antonio Balcarce»

Por suerte, los congresistas estaban con guardaespaldas mucho más temerarios que ellos mismos, que habían aprendido a dominar a las fieras con varias técnicas:

  • las enlazaban por el cuello y las arrastraban hasta estrangularlas;
  • más rápidos que un rayo, se envolvían el brazo izquierdo con un poncho, lo agitaban delante de la bestia para enfurecerla y, apenas tomaba envión, le clavaban en el vientre un “chuzo” (palo con un cuchillo en la punta) antes de que el animalito furibundo lo despedazara;
  • disparaban con una escopeta, claro.

Desde que españoles, ingleses y portugueses empezaron a contrabandear animales en pie, para vender el cuero y el sebo, la carne de toro comenzó a ser la más cotizada. Se mataban los ejemplares de la manera más cruenta que pueda imaginarse, sólo para sacarles el cuero, la lengua y un poco de grasa; el resto se dejaba a la buena de Dios, para que las águilas y los cuervos continuaran su trabajo imperfecto.

Tucumán y Argentina, ya inseguras en 1816

Argentina ya entonces era insegura. Había empezado a serlo a partir de 1738, cuando entre Buenos Aires y Córdoba, apareció la modalidad de los saqueadores de estancias: a puro alarido, los indios se metían en las propiedades, mataban hombres y se llevaban niños y mujeres vivos. El tramo más peligroso para los viajeros tenía lugar entre Santa Fe y Córdoba, en donde nadie incursionaba a solas.

A pesar de ser un enclave en el Camino Real que unía Buenos Aires y el Alto Perú, en 1816 Tucumán era un poblado de apenas 5.000 habitantes a quienes la sola mención de la palabra “batalla” daba escalofríos. Hacía cuatro años que todo el Norte venía siendo el escenario de varias derrotas (Tucumán, Vilcapugio, Ayouma, Sipe Sipe).

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Vivían en estado de alerta por la amenaza de ataques inminentes. En constante situación de estrés y defensa, no pensaban en hotelería para recibir huéspedes congresistas aunque merecieran todos los honores.

San Miguel de Tucumán apenas sumaba 81 manzanas en total y no tenía mucho para ofrecer, excepto cuatro iglesias en donde ir a pedirle a Dios y un Cabildo, adonde ir a reclamar.

Como los porteños petiteros, los tucumanos también tenían sus tertulias, en donde no faltaban os candidatos, las malas lenguas ni las casamenteras. A las diez de la noche, había un tácito toque de queda que recordaba a todos que ése era un territorio en guerra y había llegado la hora de regresar a sus casas. Todo quedaba a oscuras.

Desde luego, también había gatos pardos sueltos en las penumbras iluminadas por la luna tucumana –el gauchaje también se divertía y era mejor no andar preguntando.

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De mañana, las tiendas de ramos generales abrían sus puertas y, para no ser menos, las pulperías hacían lo propio y el aire caliente se llevaba los pecados nocturnos. Al mediodía, las calles céntricas se llenaban de vendedores ambulantes que esperaban clientes tomando mate; las señoras salían precedidas de sus negras libertas inseparables y las carretas llevaban y traían pasajeros, con un vértigo que cortaba el aliento. De algún zaguán provenía la zamba de algún melancólico cantor esperanzado.

Si no fuera por tantos forajidos al acecho, se diría que los tucumanos vivían tranquilos y parsimoniosos. Con esa postal amable se encontraron los primeros congresistas que llegaron a San Miguel en 1816: Fray Justo Santamaría de Oro, Agustín de la Maza, Francisco Narciso de Laprida, Juan Martín de Pueyrredón y Tomás Godoy Cruz como delegados cuyanos. Los había encomendado José de San Martín, entonces gobernador-intendente de Cuyo. El prócer, que como Simón Bolívar, era un estratega dotado de visión panorámica, apoyaba 100% un Congreso Nacional y sobre todo que se realizara en Tucumán. En todos sus escritos, San Martín hablaba de “libertad” y con esa palabra mágica arengaba a sus tropas para darles ánimo. Sabía que la única manera de expulsar a los españoles del continente americano era atacándolos por mar desde el Pacífico chileno.

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Y andaba en esos planes cuando la Asamblea del Año XIII se derretía como gelatina; el Gral montevideano José Casimiro Rondeau era el nuevo Director Supremo de las Provincias “Unidas”, en reemplazo de Carlos María de Alvear, que ya había reemplazado al renunciante Gervasio Posadas; las tropas de Rondeau habían sido despedazadas por los españoles en Sipe-Sipe y su compatriota, José Gervasio de Artigas, se levantaba en armas contra las ínfulas argentinas; Santa Fe se sublevó contra Buenos Aires; los únicos que daban órdenes en el desorden nacional eran el Cabildo –porteño- y la Junta de Observación; como mediador apareció en escena Antonio Balcarce, también general y, cuando Argentina se dividía en la sangría de una guerra civil entre dos bandos igualmente intransigentes, unitarios y federales, alguien tuvo el bueno tino de convocar a un Congreso “en el interior”, lejos de la capital, para que fueran todas las provincias.

Ese fue el Congreso de Tucumán, que comenzó a sesionar el 24 de marzo de 1816. Todas las provincias enviaron un total de 29 diputados, excepto Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes y Banda Oriental, unidas en otro bloque, la Liga federal, bajo el mando de Artigas.

Apenas ocho años más tarde, San Martín se iría del país para siempre, porque ya desde entonces -igual que hoy- se cometieron muchas atrocidades en nombre de la libertad.

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