“Si los iraníes hubieran tenido la bomba nuclear, esto habría sido como Hiroshima”, leímos días atrás de Elisabetta Piqué en una tapa de LA NACION.
Como Hiroshima fue Dresde –dijo alguien– cuando el bombardeo de la noche del 13 de febrero de 1945 la redujo a una montaña de escombros. Literalmente una montaña de 22.000m³ de escombros solo de la Frauenkirche, la monumental iglesia, orgullo de la ciudad. La hipérbole surgió más tarde ¡claro! después que la bomba atómica fuera arrojada sobre Japón en agosto del 45. Pero fueron los habitantes de la capital sajona los que rechazaron el mote por la naturaleza abismalmente distinta de la devastación.
En mayo de 2022 asistí a lo que, de no ser por la pandemia, en 2020 hubiese sido la conmemoración del 75º aniversario de la fecha: un concierto de la Filarmónica de Dresde en esa Frauenkirche reconstruida como un milagro. Una de las obras que eligió el director, el célebre estadounidense de origen japonés Kent Nagano, fue el intermezzo para percusión llamado Stilles Meer –Mar silencioso–, una composición impactante de su compatriota Toshio Hosokawa, escrita a modo de réquiem para las víctimas del accidente nuclear de Fukushima.
Brutal, violenta, estremecedora. ¿Cuál era el sentido de escuchar esa música? le pregunté a Nagano para una nota en LA NACION. “Después de mucho reflexionar –respondió–, he concluido que, si bien hay obras extraordinarias sobre la guerra, quise exponer un significado universal. Esta microforma de Hosokawa explora el antes y el después del desastre. Antes del terremoto siempre se produce una pausa, un silencio profundo y extraño, una quietud donde los pájaros ya no cantan, el cielo adquiere unos colores desconocidos y una temperatura rara. Es una extrañeza desoladora la que se produce antes de la devastación. Finalmente, cuando llega el terremoto, el sismo, el gran movimiento, recibimos esa acción brutal de la naturaleza, o del hombre. Y luego las consecuencias, los aftershocks, esos golpes que llegan como olas de reacciones en cadena. ¿Qué significa todo esto? Una mirada universal del conflicto, la guerra, el bombardeo, el tsunami, la pandemia, la política, las guerras actuales, cualquiera sea el conflicto, esto es un espejo, una forma de proyectar paralelos en el abstracto lenguaje de la música”.
En 2001 Hosokawa había estrenado la obra que lo consagró como uno de los más singulares y trascendentes compositores de la actualidad: Voiceless Voice in Hiroshima –Voz sin voz–, un oratorio, otra vez sobre el silencio, descripto como un mundo brutal y traumático, que creó en el inicio de su trayectoria dedicada a exponer en el arte de los sonidos, la relación del hombre con la naturaleza. Y con la aniquilación.
Porque si hubieran tenido la bomba en Irán, habría sido como Hiroshima, cuento que Hosokawa nació en Hiroshima, en 1955, una década después de la hecatombe. Que nunca habló con los padres sobre el bombardeo, el impacto de Little Boy –¡qué ironía el nombre!– en su tierra natal. Y que recién cuando volvió a Japón después de concluir sus estudios en Alemania, cuando regresó a ese desierto silencioso que lo vio crecer hasta los veinte años, se atrevió a comprender no solo la magnitud de la catástrofe de la cual fue víctima su gente, sino también la fuerza y la belleza de la cultura japonesa, una cultura de cuyas raíces, tradiciones y pensamientos había renegado en su juventud.
Mañana la Filarmónica de Buenos Aires bajo la dirección de Tito Ceccherini interpretará en estreno sudamericano para el Teatro Colón los nueve movimientos de Circulating Ocean de Toshio Hosokawa. Una obra que a simple vista parece ilustrar el ciclo eterno del elemento agua, pero que es, en palabras del compositor, mucho más que una música programática, que la formación de las nubes, la lluvia que cae sobre la tierra, la bruma que se eleva sobre el mar. Es nuestro apego a la naturaleza, la búsqueda del vacío, el símbolo de la vida humana.”